Cinema of Commoning 2
Symposium, Screenings, Talks
2022
One Hundred Children Waiting For a Train: The Education of the Gaze

One Hundred Children Waiting For a Train was chosen by Centro de Cine y Creación (CCC) to be part of the Cinema of Commoning film programme, currently screening at all partner cinemas.

Antonia Girardi is a Chilean researcher, programmer and screenwriter born in 1987. She has a master’s degree in Latin-American Cultural Studies and she is part of SPEAP, the Experimental Program of Arts and Politics founded by Bruno Latour. She has participated in collective books like El novísimo cine Chileno (Uqbar, 2011) and Film on the Faultline (Intellect Ltd, 2015). Since 2019, she is the Director of FIDOCS, Santiago International Documentary Film Festival, one of the main documentary film festivals in Latin America, where she started programming in 2015.

English Version

Every Saturday morning, throughout the final years of Chile’s dictatorship, one hundred children of the Hermida settlement, a poor and oppressed neighbourhood in Santiago, get together in a chapel to watch films.

For most of the children, this is their very first time at the cinema. Alicia Vega, film professor and director of the Episcopal Cine Departement, invites them on a dazzling trip. They start creating magical artefacts with their own hands such as the zoetrope, the thaumatrope and the kinetoscope, which become secret words that the settlement kids teach to their parents. These cardboard and paper objects, inert and simple on first sight, open doors to unknown experiences. 

Ignacio Agüero, one of the most persistent directors documenting life in a broken Chile, instals himself inside this provisional classroom to chart the effects of this workshop. The camera is fixed in the centre of the room filming faces, while images emerge from the projector or from the audience. Moving hands, thumbs and index fingers, the children learn how to fabricate images. The chapel, with its closed and darkened windows, bloated with noises, yells, laughs and fascinated looks, is the dark room that facilitates these metamorphoses. 

In One Hundred Children Waiting For a Train (1988) the cinema becomes a contagious virus, an undercurrent irrigating unexpected places. Aguero breaks the fourth wall, and begins to interrogate his subjects. The children’s answers bring in outside light, as if through a kaleidoscope, as we travel on a fragmented journey through their lives. One child sells footwear in order to buy his school materials; two sisters wander the streets cardboard-diving to help their family; a girl shows us her room confessing it is her first time being filmed, except for a police recording; another child says he wants to be part of the military when he grows up, to the laughter and horror of his parents. 

Within the film workshop a community is woven— everyone’s takes overlap and their temporal layers settle; the affective education of the gaze through cinema goes on.

Each Saturday, Alicia Vega turns off the lights and turns on the projector in order to open a way into this transportable territory for one hundred hungry eyes. The animals run around in circles, birds fly away from their cages, and some images penetrate the retina as if they were written in fire. 

The abstract lines soon become characters: a red balloon is suddenly the centre of the story; a phantasmagoric train arrives at  the station. In Chile, a few blocks away, the police oppress the people as  the camera captures shots and gunfire.

This documentary is about the truth”, writes Alicia on the board. The truth, in this case, is horrifying. At the same time, films teach us to fabricate machines that can make a desert an inhabitable landscape, capable of regenerating itself. In the film, the truth is fragmented and entwined in order to fight the hostile open land.  The workshop gave the children the satisfaction of living their desired experience of the cinema room. After its completion, the real-life exercise was that the children build their own film with their bodies, key-frame after key-frame. 

The film is made of bodies that build, dream and embody their own imaginaries. We see a tape made of pencils, woven hands and celluloid, a place where helicopters and water cannons stand against a grand yellow sun, and a colourful centipede that lies across the green yard. The collective memory of a resistance cinema is today as vital as it is urgent; a love letter to the transforming role of films that CCC brings back to the present.

Versión en español

Todos los sábados por la mañana, en el Chile de fines de la dictadura de Pinochet, cien niños de la población Lo Hermida, uno de los tantos barrios pobres de Santiago golpeados por la represión, se reúnen en una capilla para ver una película. La mayoría de esos niños nunca ha ido al cine. Alicia Vega, profesora de cine y directora del Departamento de Cine del Episcopado, los introduce en un viaje de juegos y encandilamiento. Creados con sus propias manos, mágicos artefactos como el zootropo, el taumatropo y el kinetoscopio, se transforman en palabras secretas que los niños pobladores le enseñan por primera vez a sus padres. Inertes en apariencia, entre vuelta y vuelta, estos simples pedazos de cartulina y papel abren puertas desconocidas a su experiencia.

Ignacio Agüero, uno de los cineastas más persistentes en el retrato afectivo de las distintas maneras de habitar en el Chile quebrado por la dictadura, se instala al interior de esta provisional sala de clases para documentar los efectos del taller. La cámara se planta en el centro como un sismógrafo. Filma rostros abducidos por las imágenes que brotan del proyector; filma manos en movimiento, índices y pulgares que aprenden a fabricar imágenes. La capilla, con sus ventanas oscurecidas, atiborrada de gritos, risas y miradas fascinadas, funciona entonces como la cámara oscura que amplifica otras metamorfosis.

Como si en Cien niños esperando un tren el cine fuese un virus que se contagia, una corriente subterránea que irradia a lugares impensados, Agüero rompe en un momento las cuatro paredes de su dispositivo, el lugar central desde donde mira, y comienza a hacer preguntas. Las respuestas de esos niños hacen que la luz del exterior entre de golpe, trasladándonos, como en un caleidoscopio, a vistas fragmentadas de sus vidas.

 Un niño trabaja para comprarse sus útiles escolares vendiendo artículos de calzado; dos hermanas recorren las calles recogiendo cartones para ayudar en su casa; una niña muestra su habitación mientras confiesa que nunca antes había sido filmada, pero sí grabada por la policía; otro niño ante la risa y el espanto de sus padres arroja que cuando grande quiere ser militar.

Adentro del taller de cine se teje una comunidad: los encuadres de cada cual se superponen, sus capas temporales se sedimentan, la educación afectiva de la mirada continúa. Alicia Vega, como todos los sábados, apaga las luces, enciende el proyector y despliega ante cientos de ojos voraces un territorio transportable. Los animales giran en círculos, vuelan los pájaros de sus jaulas, comienzan a grabarse a fuego imágenes en la retina. Muy pronto, las líneas más abstractas se vuelven personajes: un globo rojo se roba la película; un tren fantasmagórico llega a la estación; en Chile, a pocas cuadras, la policía reprime al pueblo mientras la cámara sigue rodando, registrando golpes y ráfagas de disparos.  

El documental es lo que es verdad, escribe y subraya Alicia en la pizarra. La verdad, en este caso, es aterradora. Pero a la vez, el cine enseña a fabricar máquinas que pueden hacer del desierto un paisaje habitable, capaz de regenerarse. Una verdad hecha de retazos, de imágenes recortadas o dibujadas cien veces, zurcidas entre todos, para combatir la intemperie. Así, no es trivial que al finalizar el taller, junto con la experiencia tan anhelada de aventurarse a la sala de cine, el ejercicio sea tener que construir con sus cuerpos, fotograma tras fotograma, su propia película. Cinta de lápices, manos trenzadas y celuloide, donde los helicópteros y los carros lanza aguas se debaten contra un gran sol amarillo y un colorido ciempiés sobre pasto verde. Memoria colectiva de un cine de resistencia que hoy resulta tan vital como urgente, una carta de amor al rol transformador del cine que CCC vuelve a traer al presente.